CAPITULO I
Recuerdo
la primera vez que lo vi, un hombre alto que ocultaba su mirada bajo unas gafas
de sol y caminaba hacia la multitud decido y seguro de sí mismo. No era el tipo
de chico en el que yo solía fijarme, no era rubio ni tenía los ojos azules, era
exactamente ese tipo de chico del que piensas “yo nunca saldría con un hombre como este”. Para que nos vamos a
engañar, vi lo que por aquel entonces quería ver, alguien que no pudiera llegar
a conocerme ni adentrarse en mi mundo.
Aquella
tarde, era un día soleado de verano y yo me encontraba rodeada de la familia de
mi madre, es decir, no estaba ni cómoda ni mentalmente allí. La iglesia era un
pequeño edificio rodeado de hierba recién cortada y pequeñas flores blancas y
amarillas que bailaban al compás de la suave brisa veraniega. No me gustaba
aquel sitio, y no me gustaba mi familia materna y el aire que se respiraba a su
alrededor. A unos metros de aquella pequeña y vieja iglesia estaban mis
familiares y los vecinos reunidos para dar el último adiós a alguien
peculiarmente cercano a mí. ¡Qué demonios! Yo solo estaba ahí para aparentar y
no necesariamente para bien, la gente me decía “siento mucho tú perdida”, yo
daba las gracias, dejaba que me abrazaran o besaran una mejilla y los despedía
con una leve sonrisa de profundo protocolo de duelo.
Llevaba
allí de pie horas, mirando como la luz del atardecer jugaba con las sombras
sobre la lápida de piedra. La gente se fue, y yo me quede sola mirando
fijamente aquella estúpida piedra y preguntándome porque no sentía
absolutamente nada dentro de mí, ni una pizca de dolor o satisfacción, ni
siquiera me sentía libre. Miré hacia el cielo y suspiré, había llegado el
momento de decir algo, aunque fuera surrealista:
-
¿Qué se supone que debemos decirnos? –
dije mirando la lápida y sentándome en la fresca hierba – Nunca fuimos buenas
hablando la una con la otra. No fuiste buena para mí y aún así, aquí estoy,
hablando contigo cuando no tengo nada bueno que decirte. Ni siquiera sé por qué
coño estoy….
-
¿Qué clase de hija habla así a la tumba
de su madre?
Me
levanté de un salto del suelo y me sequé rápidamente la lágrima que estaba
recorriendo mi mejilla. Me giré y ahí estaba, el hombre de las gafas de sol con
una mano extendida hacia mí ofreciéndome un pañuelo y ligeramente encorvado,
supongo que para estar más acorde con mi estatura.
-
Lo siento, te he asustado… Mi nombre es
Martín – su voz sonaba como una melodía constante y amable, me gustaba – Salí a
pasear con mi perra Perla cuando te vi aquí.
Era
un chico bastante curioso, la verdad, no parecía el típico chico de
veintitantos. Parecía mayor y su forma de moverse era muy elegante y decidida.
No sé que había en él pero me hacía sentirme incómoda e irritada.
-
No pasa nada – le susurré mientras cogía
el pañuelo que me estaba ofreciendo – solo estaba teniendo una conversación
privada con mi difunta madre… y… y creo que debo irme ya a mi casa… eem…
gracias por el pañuelo.
Pase
por su lado sin ni siquiera mirarle a la cara, ¿pero quién se había creído para
hacer semejante pregunta? La gente así me ponía nerviosa, siempre metiéndose en
los asuntos de los demás… ¿Pero qué le pasa a la gente? En fin, no me valía la
pena enfadarme con alguien a quien si quiera conozcía, como si me afectara en
algo si ese chico se va y desaparece. Fui caminando entre las lápidas en busca
de la salida pero había oscurecido y no lograba ver dónde esta se encontraba.
Seguí caminando haciendo caso de mi mal sentido de la orientación cuando una
sombra paso a mi lado a gran velocidad y oía pequeñas pisadas que se dirigían
hacia a mí. Intenté relajarme e ir poco a poco en busca de la salida, primero
un pie y luego el otro ¡muy fácil! Parecía que la técnica funcionaba cuando
algo rozó mi pierna por detrás.
-
¡Aaaaaah! – grité aterrada - ¡Dios mío!
¿Qué es eso?
Mi
corazón estaba cada vez más acelerado y mis ojos miraban descontrolados hacia
todas partes sin ver nada. No sabía qué hacer ni hacia dónde ir y no paraba de
escuchar sonidos de pisadas acercándose a mí, cada vez más y más cerca…
-
¡Perla! – Esa voz… ¡Otra vez él! –
Perdóname otra vez, esta es mi perra Perla – Lo miré desconcertada – Siento
mucho haberte asustado otra vez…
-
¿Qué eso es un perro? ¿Es siquiera un
animal? – mis ojos hacían un recorrido vertical de él a su perra - ¡Parece un
caballo pequeño!
Él
hizo una mueca y llevó una de sus manos hacia su cara, poco a poco fue
quitándose las gafas y por fin pude ver su mirada. Estaba mirándome fijamente y
a penas parpadeaba. Después de lo que a mí me parecieron unos minutos casi
eternos, él se agacho un poco para estar a mi altura y dijo:
-
Déjame acompañarte a casa, por favor,
para compensarte el haberte asustado dos veces.
Miré
a mí alrededor y estaba verdaderamente oscuro. Lo miré y asentí ligeramente.
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