jueves, 16 de julio de 2015

Cuando nada es mío... (Capítulo III)

CAPITULO III

La estación de Coruña no era como esas de las grandes ciudades como Madrid o Barcelona, pero siempre estaba llena de un tráfico inmenso de gente, con sus idas y venidas, sus despedidas y reencuentros y sobre todo con ese olor a nuevos proyectos y viajes a nadie sabe dónde. Eso estaría bien, coger un tren e ir a algún lugar en el que nadie te conozca, donde no tengas pasado y que tus pasos te lleven siempre hacia adelante.
Bajé del tren de un salto arrastrando mi maleta y mi bolso de mano después de mí. Me encantaba Coruña, la mejor ciudad del mundo, lo único que me faltaba era mi padre, aunque hablábamos varias veces al día por teléfono para contarnos cualquier tontería. Era nuestra manera de estar juntos a todas horas. La puerta de la estación dejaba entrar la luz solar formando una figura geométrica amarilla en el suelo gris de la estación. Sin pensármelo dos veces, traspase la puerta y le di las buenas tardes a mi querida ciudad.
Mientras caminaba hacia la casa de mis abuelos iba pensando en todas las cosas que tenía que hacer durante aquellas semanas y a la gente que quería ver. No era difícil de saber, aparte de a mis abuelos la otra persona que estaba en mi cabeza era Alex, mi mejor amigo. Siempre pensé que nuestra relación era muy rara, a penas teníamos cosas en común y nuestras personalidades eran casi opuestas la una a la otra, pero había algo que nos mantenía juntos. Y para mí, que nunca se me dieron bien las relaciones sociales tan propias del ser humano, era agradable tener alguien con quien compartir parte de mi vida.
No sabría decir en qué momento noté que estaba en la puerta del piso de mis abuelos, no me había dado ni cuenta de que había cogido el ascensor para subir al séptimo piso, pero con los años había aprendido que podía hacer muchas cosas de forma sistemáticas sin apenas darme cuenta de que lo estaba haciendo, ya que mis pensamientos eran más fuertes que la propia realidad que me rodeaba. Antes de tocar el timbre vi como la puerta se abría y una mujer de piel morena y sonriente me cogía del brazo y me metía dentro de la casa.
-          ¡Ay Raqueliña! Ya estás aquí – Siempre me achuchaba cuando me veía. Daba igual el tiempo que pasará, siempre había una gran abrazo y muchos besos para mí - ¿Cómo estás mi neniña? ¿Tienes hambre?
-          Estoy bien abuela – sonrío – He comido con papá antes de venir
-          Pero estás muy delgada Raquel. No estás comiendo bien ¿verdad?
-          No tengo hambre de verdad, he comido mucho. ¿Y el abuelo?
-          El abuelo está en el baño terminándose de arreglar para ir a dar un paseo. ¡Moncho! La niña ya ha llegado.
Esto era un diálogo permanente cada vez que venía a verlos o a quedarme una temporada y la verdad es que me encantaba. Podría jurar que eran las dos personas que me alegraban las mañanas con sus pequeñas cualidades heredadas de algún tipo ritual antropológico antiguo que ha pasado a los abuelos de cada familia de generación en generación. ¡Quién sabe si yo cuando sea abuela asumiré esa cualidad sin enterarme!
-          ¡Raqueliña! ¿Cómo estás mujer? – Mi abuelo no era de muchas palabras pero siempre tenía una sonrisa de oreja a oreja y una palmadita que darte en la cara como saludo.
-          Muy bien ¿y tú? Me imagino que ya es hora de merendar – Le sonreí dándole un pequeño codazo en el brazo.
-          Vamos a ver si comemos una manzana por aquí antes de ir a jugar a las cartas – dijo mientras se frotaba las manos y sonreía picaramente
Mi abuelo era un hombre que amaba la comida y que seguramente comería sin medida si pudiera y si mi abuela no estuviera con un ojo siempre encima de él. Esos eran mis abuelos y los adoraba infinitamente, al fin y al cabo ellos contribuyeron a gran parte de mi crianza.
-          Ahora tengo que irme a la universidad – dije mientras cogía mi bolso y algunos libros que me hacían falta – Volveré para cenar, a las 9. ¡Ah! – me giré mientras abría la puerta de la calle y le guiñaba un ojo a mi abuela – Te he traído el tupper de vuelta.
Cerré la puerta tras de mí después de que mi abuela comprobara de que llevaba una chaqueta en el bolso y asegurarse de que no tenía hambre. Llamé al ascensor  pensando en que Alex estaría esperándome en la esquina de siempre y que llegaba tarde… ¡Otra vez! Una vez salí del edificio me fui corriendo a su encuentro. Tenía muchas ganas de verlo y que me contara sus hazañas nocturnas de los sábados que me perdí mientras estaba en casa. Siempre tenía algo que contarme por muy insignificante que fuera y a mí me encantaba escuchar sus tonterías aunque yo supiera que la vida real no tuviera nada que ver con los sábados noche.
Cuando por fin llegué a nuestro lugar, ahí estaba él y sus pintas de “me importa un carajo lo que pase a mi alrededor”. Alex tenía el pelo a la altura de los hombros, aunque siempre lo llevaba recogido en un pelirrojo y casual moño. No era de esos chicos que se miraban tres veces al espejo antes de salir y su barba lo delataba en ese aspecto y aún así parecía que su look estaba totalmente planeado. Como no, Alex no sería nada sin sus tatuajes, en especial la enredadera de su muñeca derecha, mi tatuaje favorito de todos los que tenía, y sus converse sucias.
-          Lo siento, llego tarde – le dije intentando coger todo el aire de una vez.
-          No pasa nada – se quitó los cascos mientras empezaba a caminar hacia la universidad - ¿qué planes tenemos para hoy?
Me quedé mirándolo un rato intentando averiguar qué es lo que pasaba por su cabeza, pero era imposible, si algo tenía Alex de especial era que nunca puedes adivinar qué es lo que está pensando e incluso apostaría que a veces se aprovecha de eso para confundir a las chicas. ¡El tío con la actitud más pasota que he conocido!
-          ¿Qué piensas nena? – dijo mientras sonreía de medio lado
-          ¿Qué? ¡No me llames así! Hoy tenemos dos tutorías y después si quieres podemos ir a tomar algo ¿Te parece bien, NENE? – le dije esto último con la voz más tonta que pude encontrar en mi gran repertorio
Él volvió a sonreír con esa sonrisa de medio lado que tanto le gustaba poner y a veces me daba tanta rabia que la usara mientras me llamaba nena que le pegaría de lleno… Pero no podía, en realidad, puede que me gustara su manera de tratarme, era algo que la confianza había creado después de tantos años aguantándonos.
-          Jamás le diría que no a una tapa o a una hamburguesa. En el fondo me has echado de menos… ¿verdad NENA? – él también puso voz de tonto insufrible.
-          ¡Ya te gustaría!




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