CAPITULO III
La
estación de Coruña no era como esas de las grandes ciudades como Madrid o
Barcelona, pero siempre estaba llena de un tráfico inmenso de gente, con sus
idas y venidas, sus despedidas y reencuentros y sobre todo con ese olor a
nuevos proyectos y viajes a nadie sabe dónde. Eso estaría bien, coger un tren e
ir a algún lugar en el que nadie te conozca, donde no tengas pasado y que tus
pasos te lleven siempre hacia adelante.
Bajé
del tren de un salto arrastrando mi maleta y mi bolso de mano después de mí. Me
encantaba Coruña, la mejor ciudad del mundo, lo único que me faltaba era mi
padre, aunque hablábamos varias veces al día por teléfono para contarnos
cualquier tontería. Era nuestra manera de estar juntos a todas horas. La puerta
de la estación dejaba entrar la luz solar formando una figura geométrica
amarilla en el suelo gris de la estación. Sin pensármelo dos veces, traspase la
puerta y le di las buenas tardes a mi querida ciudad.
Mientras
caminaba hacia la casa de mis abuelos iba pensando en todas las cosas que tenía
que hacer durante aquellas semanas y a la gente que quería ver. No era difícil
de saber, aparte de a mis abuelos la otra persona que estaba en mi cabeza era
Alex, mi mejor amigo. Siempre pensé que nuestra relación era muy rara, a penas
teníamos cosas en común y nuestras personalidades eran casi opuestas la una a
la otra, pero había algo que nos mantenía juntos. Y para mí, que nunca se me
dieron bien las relaciones sociales tan propias del ser humano, era agradable
tener alguien con quien compartir parte de mi vida.
No
sabría decir en qué momento noté que estaba en la puerta del piso de mis
abuelos, no me había dado ni cuenta de que había cogido el ascensor para subir
al séptimo piso, pero con los años había aprendido que podía hacer muchas cosas
de forma sistemáticas sin apenas darme cuenta de que lo estaba haciendo, ya que
mis pensamientos eran más fuertes que la propia realidad que me rodeaba. Antes
de tocar el timbre vi como la puerta se abría y una mujer de piel morena y
sonriente me cogía del brazo y me metía dentro de la casa.
-
¡Ay Raqueliña! Ya estás aquí – Siempre
me achuchaba cuando me veía. Daba igual el tiempo que pasará, siempre había una
gran abrazo y muchos besos para mí - ¿Cómo estás mi neniña? ¿Tienes hambre?
-
Estoy bien abuela – sonrío – He comido
con papá antes de venir
-
Pero estás muy delgada Raquel. No estás
comiendo bien ¿verdad?
-
No tengo hambre de verdad, he comido
mucho. ¿Y el abuelo?
-
El abuelo está en el baño terminándose
de arreglar para ir a dar un paseo. ¡Moncho! La niña ya ha llegado.
Esto
era un diálogo permanente cada vez que venía a verlos o a quedarme una
temporada y la verdad es que me encantaba. Podría jurar que eran las dos
personas que me alegraban las mañanas con sus pequeñas cualidades heredadas de
algún tipo ritual antropológico antiguo que ha pasado a los abuelos de cada
familia de generación en generación. ¡Quién sabe si yo cuando sea abuela
asumiré esa cualidad sin enterarme!
-
¡Raqueliña! ¿Cómo estás mujer? – Mi
abuelo no era de muchas palabras pero siempre tenía una sonrisa de oreja a
oreja y una palmadita que darte en la cara como saludo.
-
Muy bien ¿y tú? Me imagino que ya es
hora de merendar – Le sonreí dándole un pequeño codazo en el brazo.
-
Vamos a ver si comemos una manzana por
aquí antes de ir a jugar a las cartas – dijo mientras se frotaba las manos y
sonreía picaramente
Mi
abuelo era un hombre que amaba la comida y que seguramente comería sin medida
si pudiera y si mi abuela no estuviera con un ojo siempre encima de él. Esos
eran mis abuelos y los adoraba infinitamente, al fin y al cabo ellos
contribuyeron a gran parte de mi crianza.
-
Ahora tengo que irme a la universidad –
dije mientras cogía mi bolso y algunos libros que me hacían falta – Volveré
para cenar, a las 9. ¡Ah! – me giré mientras abría la puerta de la calle y le
guiñaba un ojo a mi abuela – Te he traído el tupper de vuelta.
Cerré
la puerta tras de mí después de que mi abuela comprobara de que llevaba una
chaqueta en el bolso y asegurarse de que no tenía hambre. Llamé al
ascensor pensando en que Alex estaría
esperándome en la esquina de siempre y que llegaba tarde… ¡Otra vez! Una vez
salí del edificio me fui corriendo a su encuentro. Tenía muchas ganas de verlo
y que me contara sus hazañas nocturnas de los sábados que me perdí mientras
estaba en casa. Siempre tenía algo que contarme por muy insignificante que
fuera y a mí me encantaba escuchar sus tonterías aunque yo supiera que la vida
real no tuviera nada que ver con los sábados noche.
Cuando
por fin llegué a nuestro lugar, ahí estaba él y sus pintas de “me importa un
carajo lo que pase a mi alrededor”. Alex tenía el pelo a la altura de los
hombros, aunque siempre lo llevaba recogido en un pelirrojo y casual moño. No
era de esos chicos que se miraban tres veces al espejo antes de salir y su barba
lo delataba en ese aspecto y aún así parecía que su look estaba totalmente planeado. Como no, Alex no sería nada sin
sus tatuajes, en especial la enredadera de su muñeca derecha, mi tatuaje
favorito de todos los que tenía, y sus converse sucias.
-
Lo siento, llego tarde – le dije
intentando coger todo el aire de una vez.
-
No pasa nada – se quitó los cascos
mientras empezaba a caminar hacia la universidad - ¿qué planes tenemos para
hoy?
Me
quedé mirándolo un rato intentando averiguar qué es lo que pasaba por su
cabeza, pero era imposible, si algo tenía Alex de especial era que nunca puedes
adivinar qué es lo que está pensando e incluso apostaría que a veces se
aprovecha de eso para confundir a las chicas. ¡El tío con la actitud más pasota
que he conocido!
-
¿Qué piensas nena? – dijo mientras
sonreía de medio lado
-
¿Qué? ¡No me llames así! Hoy tenemos dos
tutorías y después si quieres podemos ir a tomar algo ¿Te parece bien, NENE? –
le dije esto último con la voz más tonta que pude encontrar en mi gran
repertorio
Él
volvió a sonreír con esa sonrisa de medio lado que tanto le gustaba poner y a
veces me daba tanta rabia que la usara mientras me llamaba nena que le pegaría
de lleno… Pero no podía, en realidad, puede que me gustara su manera de
tratarme, era algo que la confianza había creado después de tantos años
aguantándonos.
-
Jamás le diría que no a una tapa o a una
hamburguesa. En el fondo me has echado de menos… ¿verdad NENA? – él también
puso voz de tonto insufrible.
-
¡Ya te gustaría!
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